miércoles, 8 de febrero de 2017

Esta es la edad madura en la que se vuelve a sentir la felicidad de la Juventud



Psicología



Nos ha llamado la atención este artículo sobre psicología publicado en el “PAIS”, cuya autora es Patricia Peyró Jiménez, y que trato de transcribirlo por considerarlo interesante.
“Si cree que nunca volverá a ser tan dichoso como cuando iba a la universidad, probablemente esté en la cuarentena. Espere un poco”

La felicidad es una de las principales obsesiones modernas y algo que muchos nunca dejan de buscar en una suerte de odisea imposible hacia el bienestar. Lo que con frecuencia pasa inadvertido a los cazadores de la dicha es que lograr mayor o menor éxito en esta empresa tendrá más que ver con el momento vital por el que estemos pasando que con el empeño con el que buscamos fórmulas magistrales.

Para empezar, la felicidad no es un concepto fácil de explicar. “Hay tantas definiciones de felicidad como personas pretenden acercarse a ella”, explica la psicóloga Ana Villarrubia, directora del Centro de Psicología Aprende A Escucharte y autora del libro Borrón y cuenta nueva. “La más generalizada podría ser la de ese estado tan deseable en el que uno tiene la capacidad de liberarse de miedos y barreras innecesarias y avanzar hacia la consecución de objetivos diarios y metas en la vida”. Sin embargo, la vida es tan larga que pasará por diferentes etapas y fluctuaciones, también en términos de dicha.

A la hora de encontrarla, los expertos recomiendan moderación: la consigna es buscarla sin ansiedad para que pueda precipitarse. Y cuando llegue, saber que se permitirá variar en intensidad. Algo así como sucede con el orgasmo o con los fuegos artificiales. Psicólogos e investigadores de esta nueva disciplina determinan la existencia de un ciclo de felicidad bien definido en nuestra vida y que tiene forma de U: es muy alta durante la primera juventud y va decreciendo con los avatares de la vida adulta hasta llegar a tocar fondo cuando se superan los 40 años. La buena noticia es que vuelve a subir en el "septiembre de los años", como diría Sinatra (1965), y, a partir de los 50, la mayoría volvemos a ser felices, dentro de una tendencia anímica positiva que irá in crescendo hasta la senectud.

Este esquema se definió en un ambicioso estudio realizado por Andrew Oswald, profesor de Economía y Ciencias del Comportamiento de la Universidad de Warwick en el Reino Unido, en el que se evaluaron a más de 500.000 personas repartidas entre América y el viejo continente. A medida que envejecemos somos más felices. ¿Por qué? La experta Ana Villarrubia relaciona los niveles de felicidad con los diferentes grados de experiencia y madurez por los que vamos pasando, a su vez condicionados por las emociones propias de la edad. “En etapas más inmaduras, la felicidad se confunde con la satisfacción inmediata, ya que nuestra corta trayectoria de vida y la forma en la que procesamos la información nos impide pensar más allá”, explica refiriéndose a la euforia infinita presente en los jóvenes.

La fase de los cuarenta es una etapa complicada. Son años en los que “pasamos la mayor parte del tiempo centrados en el mañana: trabajando e invirtiendo esfuerzos en asegurar que lo que está por venir será eso que tanto deseamos”, dice la psicóloga. Esa obsesión por labrarnos un futuro prometedor encuentra su máxima expresión en la conocida como crisis de los cuarenta, una realidad tangible y reconocida en el ámbito de la psicología. “El malestar mental tiende a alcanzar su cenit cuando tenemos cuarenta y pico años, la etapa más determinante de nuestra carrera y en la que lidiamos con miles de cosas a la vez, como prosperar económicamente, proveer a los hijos o incluso comenzar a cuidar a unos padres mayores”, explica Daniela Pittman, profesora de psicología del Instituto de Empresa y fundadora de The Happiness Seminar. Pittman no pasa por alto la pérdida del atractivo juvenil e incluso los albores de la menopausia en la mujer. “Todo ello justifica que con la medianía de edad también se alcancen los mayores índices de depresión y ansiedad”. Esto no sucede entre los 20 y los 30 años, “momento en el que sentimos que podemos comernos el mundo y aún estamos a tiempo de explorar e incluso de cambiar de carrera si no nos satisface, hecho harto complicado a los cuarenta y tantos años, cuando, muy habitualmente, uno tiene una familia a la que mantener”.

"A partir de los 50 solo cobran importancia las cosas que realmente lo merecen" (Ana Villarrubia, psicóloga)

Ese baile de emociones nos va curtiendo, y a partir de los 50 empezamos a recoger los frutos. “La experiencia del paso de los años debería permitirnos elegir y decidir con más criterio y libertad”, aclara Ana Villarrubia. En aceptar el cambio estará la clave que nos haga felices con el paso del tiempo y el devenir de las canas y arrugas. “Debemos distinguir entre la aceptación y la resignación”, continúa la psicóloga. “Mientras que en la resignación existe tristeza, abatimiento o melancolía, en la primera hay un cierto grado de satisfacción”.
Estas son las razones que facilitan el proceso hacia la prometida felicidad tardía:

- Aplacamos la ansiedad y la impaciencia. El potro desbocado de las emociones juveniles dará paso a un corcel sereno que sabe relativizar y valorar lo que hemos conseguido. “Por desgracia, no nos enseñan en la escuela a regular nuestras emociones, ni apenas a identificarlas”, explica Villarrubia. “Con la edad no sentiremos haber perdido fuerzas, sino que sabemos aprovecharlas al máximo y con sentido común”, aclara.

- Sabemos distinguir lo verdaderamente importante. Pasada la barrera de los 50 o incluso los 60 años se alcanzan un sosiego y una perspectiva “con la que solo cobran importancia las cosas que realmente lo merecen”. Aprendemos a tomar distancia. En contraposición a la urgencia y la ambición anterior, “hemos aprendido a medir nuestras fuerzas y, con suerte, también a aceptar nuestras limitaciones y convivir con ellas”.

- Relativizamos los problemas. Una vez hemos aprendido a identificar y tolerar mejor nuestros estados emocionales, “nos será más fácil relativizar los problemas y nos asustará menos asumir las responsabilidades necesarias para encargarnos de lo que de verdad nos preocupa”.

- Nos dejamos de tanto balance. Si a los 40 hacíamos inventario del cumplimiento de las expectativas e ilusiones volcadas sobre nuestro futuro y entrábamos en la famosa mid-life crisis, a partir de los 50 somos más benevolentes con nosotros mismos y “nos perdonamos la vida” o el no haber conseguido algunas de las fantasías, quizá poco realistas, que alguna vez tuvimos en tiempos mozos.

- La rutina deja de ser el enemigo. Siendo la rutina sinónimo de seguridad, es algo que empieza a apreciarse tarde. Paradójicamente, tendemos a asociar rutina a algo negativo, pero lo cierto es que “solo nos perjudica cuando nos atrapa y se vuelve extremadamente rígida”. Con la edad nos volvemos prácticos y apreciamos cada vez más “la predictibilidad y el saber lo que viene a continuación”.

Cuando la felicidad es un cliché incómodo

Y si está en esa franja de edad y no se siente particularmente dichoso, no significa necesariamente que con usted no se aplique esta teoría: “Rara vez somos conscientes de estar experimentando momentos de felicidad, y en cambio lamentamos el momento en que nos falta”, dice Pittman. Es decir, quizá se encuentre en un buen momento y no se dé cuenta. Este fenómeno, conocido en psicología como aversión a la pérdida (loss aversion) se explica muy bien con la teoría formulada por primera vez por los psicólogos Kahneman y Tversky en 1979, que también se aplica a lo económico. Su denominada teoría prospectiva explica cómo los mecanismos que rigen nuestras decisiones están más basados precisamente en la ansiedad de perder que en la alegría de ganar, y señalan que la mayoría de nosotros preferimos evitar la pérdida que adquirir la ganancia equivalente. Es decir, siempre elegiremos no perder mil euros antes que ganarlos. “El dolor de perder algo es entre tres y cuatro veces mayor que la felicidad de tenerlo”, concreta Pittman. Por ello nos hacen tanto mal la obsesión por el futuro y esas quejas constantes de lo que perdemos en el camino que manifestamos en los momentos vitales más bajos de felicidad y que, sin embargo, dejarán de preocuparnos tanto superada la barrera de los 50 años.