Nos ha llamado la atención este artículo sobre psicología publicado en el “PAIS”, cuya autora es Patricia Peyró Jiménez, y que trato de transcribirlo por considerarlo interesante.
“Si cree que nunca
volverá a ser tan dichoso como cuando iba a la universidad, probablemente esté
en la cuarentena. Espere un poco”
La felicidad es una de las principales obsesiones modernas y algo que
muchos nunca dejan de buscar en una suerte de odisea imposible hacia el
bienestar. Lo que con frecuencia pasa inadvertido a los cazadores de la dicha
es que lograr mayor o menor éxito en esta empresa tendrá más que ver con el
momento vital por el que estemos pasando que con el empeño con el que buscamos
fórmulas magistrales.
Para empezar, la felicidad no es un concepto fácil de explicar. “Hay tantas
definiciones de felicidad como personas pretenden acercarse a ella”, explica la
psicóloga Ana Villarrubia, directora del Centro de Psicología Aprende A
Escucharte y autora del libro Borrón y cuenta nueva. “La
más generalizada podría ser la de ese estado tan deseable en el que uno tiene
la capacidad de liberarse de miedos y barreras innecesarias y avanzar hacia la
consecución de objetivos diarios y metas en la vida”. Sin embargo, la vida es
tan larga que pasará por diferentes etapas y fluctuaciones, también en términos
de dicha.
A la hora de encontrarla, los expertos recomiendan moderación: la consigna
es buscarla sin ansiedad para que pueda precipitarse. Y cuando llegue, saber
que se permitirá variar en intensidad. Algo así como sucede con el orgasmo o
con los fuegos artificiales. Psicólogos e investigadores de esta nueva
disciplina determinan la existencia de un ciclo de felicidad bien definido en
nuestra vida y que tiene forma de U: es muy alta durante la primera juventud y
va decreciendo con los avatares de la vida adulta hasta llegar a tocar fondo
cuando se superan los 40 años. La buena noticia es que vuelve a subir en el
"septiembre de los años", como diría Sinatra (1965), y, a partir de
los 50, la mayoría volvemos a ser felices, dentro de una tendencia anímica
positiva que irá in crescendo hasta la senectud.
Este esquema se definió en un ambicioso estudio realizado por Andrew
Oswald, profesor de Economía y Ciencias del Comportamiento de la
Universidad de Warwick en el Reino Unido, en el que se evaluaron a más de
500.000 personas repartidas entre América y el viejo continente. A medida que
envejecemos somos más felices. ¿Por qué? La experta Ana Villarrubia relaciona
los niveles de felicidad con los diferentes grados de experiencia y madurez por
los que vamos pasando, a su vez condicionados por las emociones propias de la
edad. “En etapas más inmaduras, la felicidad se confunde con la satisfacción
inmediata, ya que nuestra corta trayectoria de vida y la forma en la que
procesamos la información nos impide pensar más allá”, explica refiriéndose a la
euforia infinita presente en los jóvenes.
La fase de los cuarenta es una etapa complicada. Son años en los que
“pasamos la mayor parte del tiempo centrados en el mañana: trabajando e
invirtiendo esfuerzos en asegurar que lo que está por venir será eso que tanto
deseamos”, dice la psicóloga. Esa obsesión por labrarnos un futuro prometedor
encuentra su máxima expresión en la conocida como crisis de los
cuarenta, una realidad tangible y reconocida en el ámbito de la psicología.
“El malestar mental tiende a alcanzar su cenit cuando tenemos cuarenta y pico
años, la etapa más determinante de nuestra carrera y en la que lidiamos con
miles de cosas a la vez, como prosperar económicamente, proveer a los hijos o
incluso comenzar a cuidar a unos padres mayores”, explica Daniela Pittman,
profesora de psicología del Instituto de Empresa y fundadora de The Happiness
Seminar. Pittman no pasa por alto la pérdida del atractivo juvenil e
incluso los albores de la menopausia en la mujer. “Todo ello justifica que con
la medianía de edad también se alcancen los mayores índices de depresión y
ansiedad”. Esto no sucede entre los 20 y los 30 años, “momento en el que
sentimos que podemos comernos el mundo y aún estamos a tiempo de explorar e
incluso de cambiar de carrera si no nos satisface, hecho harto complicado a los
cuarenta y tantos años, cuando, muy habitualmente, uno tiene una familia a la
que mantener”.
"A partir de los 50 solo cobran importancia las
cosas que realmente lo merecen" (Ana Villarrubia, psicóloga)
Ese baile de emociones nos va curtiendo, y a partir de los 50 empezamos a
recoger los frutos. “La experiencia del paso de los años debería permitirnos
elegir y decidir con más criterio y libertad”, aclara Ana Villarrubia. En
aceptar el cambio estará la clave que nos haga felices con el paso del tiempo y
el devenir de las canas y arrugas. “Debemos distinguir entre la aceptación y la
resignación”, continúa la psicóloga. “Mientras que en la resignación existe
tristeza, abatimiento o melancolía, en la primera hay un cierto grado de
satisfacción”.
Estas son las razones que facilitan el proceso hacia la prometida felicidad
tardía:
- Aplacamos la ansiedad y la impaciencia. El potro desbocado de las
emociones juveniles dará paso a un corcel sereno que sabe relativizar y valorar
lo que hemos conseguido. “Por desgracia, no nos enseñan en la escuela a regular
nuestras emociones, ni apenas a identificarlas”, explica Villarrubia. “Con la
edad no sentiremos haber perdido fuerzas, sino que sabemos aprovecharlas al
máximo y con sentido común”, aclara.
- Sabemos distinguir lo verdaderamente importante. Pasada la
barrera de los 50 o incluso los 60 años se alcanzan un sosiego y una
perspectiva “con la que solo cobran importancia las cosas que realmente lo
merecen”. Aprendemos a tomar distancia. En contraposición a la urgencia y la
ambición anterior, “hemos aprendido a medir nuestras fuerzas y, con suerte,
también a aceptar nuestras limitaciones y convivir con ellas”.
- Relativizamos los problemas. Una vez hemos aprendido a
identificar y tolerar mejor nuestros estados emocionales, “nos será más fácil
relativizar los problemas y nos asustará menos asumir las responsabilidades
necesarias para encargarnos de lo que de verdad nos preocupa”.
- Nos dejamos de tanto balance. Si a los 40 hacíamos inventario
del cumplimiento de las expectativas e ilusiones volcadas sobre nuestro futuro
y entrábamos en la famosa mid-life crisis, a partir de los 50 somos
más benevolentes con nosotros mismos y “nos perdonamos la vida” o
el no haber conseguido algunas de las fantasías, quizá poco realistas, que
alguna vez tuvimos en tiempos mozos.
- La rutina deja de ser el enemigo. Siendo la rutina sinónimo de
seguridad, es algo que empieza a apreciarse tarde. Paradójicamente, tendemos a
asociar rutina a algo negativo, pero lo cierto es que “solo nos perjudica
cuando nos atrapa y se vuelve extremadamente rígida”. Con la edad nos volvemos
prácticos y apreciamos cada vez más “la predictibilidad y el saber lo que viene
a continuación”.
Cuando la felicidad es un cliché incómodo
Y si está en esa franja de edad y no se siente particularmente dichoso, no
significa necesariamente que con usted no se aplique esta teoría: “Rara vez
somos conscientes de estar experimentando momentos de felicidad, y en cambio
lamentamos el momento en que nos falta”, dice Pittman. Es decir, quizá se
encuentre en un buen momento y no se dé cuenta. Este fenómeno, conocido en
psicología como aversión a la pérdida (loss aversion)
se explica muy bien con la teoría formulada por primera vez por los psicólogos
Kahneman y Tversky en 1979, que también se aplica a lo económico. Su denominada teoría
prospectiva explica cómo los mecanismos que rigen nuestras decisiones
están más basados precisamente en la ansiedad de perder que en la alegría de
ganar, y señalan que la mayoría de nosotros preferimos evitar la pérdida que
adquirir la ganancia equivalente. Es decir, siempre elegiremos no perder mil
euros antes que ganarlos. “El dolor de perder algo es entre tres y cuatro veces
mayor que la felicidad de tenerlo”, concreta Pittman. Por ello nos hacen tanto
mal la obsesión por el futuro y esas quejas constantes de lo que perdemos en el
camino que manifestamos en los momentos vitales más bajos de felicidad y que,
sin embargo, dejarán de preocuparnos tanto superada la barrera de los 50 años.