Con todo mi cariño, a todas las
abuelas sanromaniegas.
Hoy
me vais a permitir que abra la puerta de mi memoria con la llave de mi corazón
para radiografiar una pequeñísima parte del pasado donde vivían aquellas mujeres
que eran nuestras abuelas, poseedoras de valiosos tesoros, entre ellos: la
ternura, la sabiduría y experiencia. Valores
estos que, lamentablemente, una buena parte de la sociedad actual ha olvidado o
se niega a heredar. Desempeñaban en tiempos
pasados, un papel fundamental en la familia y la comunidad
Me
imagino la infancia que tuvieron aquellas mujeres, la que iría al colegio solo
lo justo hasta aprender a leer y a escribir lo más elemental,
aparte de las cuatro reglas, la que dormiría en un colchón de lana acompañada
de una o varias hermanas, la que a la hora de comer metería la cuchara en un
único recipiente junto con las del resto de la familia, la que iría
a por agua al caño, la que antes de cumplir los diez años ya ayudaba a su madre
en las tareas de aquel hogar, de entonces, carente de todo tipo de electrodomésticos,
la que desde pequeña le enseñaron a arrancar matas de garbanzos y ayudar en la
era a sus padres, la que aprendió a hilvanar y a zurcir remiendos, la que para
lavar la ropa tenía que ir al arroyo, la que falleció sin conocer el mar, la
que nunca supo que al casarse existía “el viaje de novios”, la que con
mucho esfuerzo llegó a tener un papel que la hacía propietaria de un techo, la
que sacó adelante junto a su marido a sus hijos, que eran muchos en aquella época,
dándoles a todos una cultura que ella no pudo tener, la que trabajó durante
toda su vida sin horas, sin vacaciones, sin darse de alta en la seguridad
social, ni obtuvo una jubilación justa ante tanto esfuerzo, y entre otras cosas,
y esta es la más importante, la que respetó a sus padres y abuelos a los que
asistió hasta su muerte.
Abuelas
como las de aquel tiempo que lo dieron todo por la familia mientras fueron
útiles, transmisoras de sabiduría y experiencia además de dar sabios consejos,
apoyo emocional, e incluso económico para mantener a la familia unida.
Tristemente,
para una parte de la sociedad, el cuidar a nuestros mayores es una limitación
de libertades a su ocio, a su vida fácil, olvidándose de que esa abuela ya no
puede ayudar y ahora tiene que ser ayudada.
Mientras
tanto, aquellas abuelas en su soledad, la más infame de todas las compañías,
les quedarán todavía cariño por repartir, lo que ya no les quedarán es el
cariño económico porque lo fueron repartiendo ayudando con sus ahorros a los
hijos y nietos cuando estaban en apuros. Antes de morir esperaban cada noche el
beso de buenas noches de sus hijos, o sus llamadas, pero ellos estaban tan
ocupados que no tendrán tiempo ni para esto.
Una
persona alcalaína, ya fallecida, a la que yo tuve mucho aprecio y estima me
dijo un día: la soledad es mala, pero la soledad en compañía es mucho peor. Se refería
a esa soledad que nuestros mayores viven dentro de una familia que los margina,
tratándolos como un trasto viejo.
Las
personas mayores merecen vivir una vejez placentera, rodeadas del respeto y
cariño de sus familiares evitando a toda costa su aislamiento. Ellos y ellas,
nos demostrarán su agradecimiento con un gesto, o con una gratificante pero
muda mirada, cuando perciban la dulce caricia de una mano y la pausada voz de
quién les hable empleando un tono cariñoso. Son pequeños detalles que a los
mayores les gusta.
En resumen, las abuelas de antes eran
guardianas de tradiciones, portadoras de historias y fuente de amor
incondicional hacia sus nietos. Siempre es fascinante aprender de su legado.
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